Daniel 3:28-29 “Entonces Nabucodonosor dijo: Bendito sea el Dios de ellos, de Sadrac, Mesac y Abed-nego, que envió su ángel y libró a sus siervos que confiaron en él, y que no cumplieron con el edicto del rey, y entregaron sus cuerpos antes que servir y adorar a otro dios que su Dios. Por lo tanto, decreto que todo pueblo, nación o lengua que dijera blasfemia contra el Dios de Sadrac, Mesac y Abed-nego, sea descuartizado, y su casa convertida en muladar; por cuanto no hay Dios que pueda librar como este”.
En el capítulo 3 de Daniel, la Biblia nos habla acerca de Daniel y sus amigos: Sadrac, Mesac y Abed-nego, así como la historia del rey Nabucodonosor, quien hizo erguir una estatua inmensa para que todo el mundo la adorara, pero estos tres hombres guardaron sus corazones solo para el Dios viviente.
Cuando tú dispones no contaminarte y guardarte solo para el Dios viviente, él te librará de todo mal; por muy fea que se vea la circunstancia. Solo hay un Dios que nos libra de cualquier problema, aflicción o tormenta por la que atravesemos y ese es Jehová de los Ejércitos. Cuando los amigos de Daniel decidieron no alabar la estatua del rey, sabían que su Dios les iba a librar de la mano de Nabucodonosor. Ellos no se concentraron en el castigo que les sobrevenía, pues confiaban en su Dios. Y era tanta la fidelidad y la obediencia que así lo demostraron con una decisión bien radical: “solo a nuestro Dios adoraremos y solo a él serviremos” (Daniel 3:18).
A través del endurecimiento del corazón de Nabucodonosor, Dios se glorifica haciendo que a través de un edicto, el rey determinara que todo pueblo, nación y lengua adorare al Dios de estos tres varones. Y continúa diciendo la Palabra “no hay Dios como este”. Dios es un Dios grande que nos puede salvar de todo, sin importar las circunstancias por las que estemos atravesando.
Servirle a Dios es algo hermoso y cuando disponemos nuestros corazones para hacerlo, tendremos su respaldo y su protección, tal cual lo hizo con los amigos de Daniel, así también lo hará contigo, porque Dios no cambia, “es el mismo de ayer, hoy y por siempre” (Hebreos 13:8).